El fenómeno del maquis se acuñó, como moneda
de valor, en la guerra civil española y durante la resistencia francesa contra
el ejército invasor de Hitler. Eran guerrilleros antifascistas que se echaban
al monte en defensa de sus ideales y se confundían en la maquia del paisaje. La
televisión me proporcionó ayer una imagen de nuevos maquis. Los maquis negros
de la minería que se muere y a la que nadie presta ayuda. Impactaba. Ver a esos
hombres cortando carreteras, incendiando neumáticos, arrancando quitamiedos o
lanzando cohetes de fabricación casera, era impresionante.
Picadores de carbón estremecidos por la
negritud de su presente. Marcha negra en una España lívida de miedo propio y pálido
de vergüenza ajena. Camino a ninguna parte. El romanticismo de la cita con el
rey ha dejado de vender titulares. Desde el norte al sur, desde León a Huelva,
la mina padece el cáncer de la especulación. Los planes de viabilidad económica
duermen el sueño mísero de los cajones a la espera de que algunos explotadores
de la sociedad consientan emprender una actividad condenada a la clausura en
pocos años. O subvención o nada. Nada. La amenaza no alivia los males ni crea
prosperidad. Si acaso extiende pobrezas.
Los mineros de Asturias no sufren más que los
de Andalucía o que los de Aragón. La violencia del alma no se debe trasladar al
cuerpo. Los ataques físicos, e incluso los verbales, son reprobables. El
respeto preside las relaciones humanas y si faltare, las leyes son la
continuidad de la moral. Si algunos quieren reeditar la revolución asturiana
del siglo pasado, han elegido mal el camino. La ciudadanía confía en soluciones
y desespera de problemas añadidos a los que ya les oprimen. Los trabajadores de
la mina tienen todo el derecho del mundo a la protesta y a la reivindicación.
Faltara más. Lo que sobra, sin embargo, es el combate, la lucha encarnizada, la
subversión del orden constitucional. No son los maquis que camuflan el negro
del mineral en la noche. No son guerrilleros que se enfrentan al fascio ni a la
dictadura. Son trabajadores que no se resignan a vivir en la deslizante realidad
que les ha tocado vivir.
Marchen, compañeros de la mina, marchen.
Desplieguen las banderas de la libertad democrática. Defiendan sus derechos con
firmeza y denuedo. Con violencia, no. Si las guerrillas urbanas o montescas
reaparecen en la España de hoy, las víctimas van a ser, además de otras, muy
numerosas.
Por cierto, el Decreto del carbón no ha sido
publicado por el Gobierno del PP. Fue cosa de Zapatero y de su gabinete. La
herencia envenenada que aceptó Rajoy incluía un componente de grisú capaz de
provocar explosiones gravísimas. La cosa está demasiado mal como para que
algunos se tomen la justicia por su mano y crean que la Guardia Civil son las
milicias golpistas. Ya les digo: mineros, sí; maquis, no.