martes, 12 de octubre de 2010

Desde Montánchez, ESPAÑA



Salvo para tomar impulso. Si no, siempre adelante. El progreso mira atrás por el espejo retrovisor pero toda su atención se fija en el futuro que es presente. Cuando niño, soporté las cartillas de racionamiento, las campañas de Caritas, el barro de los cabezos, la pobreza de la barriada de La Navidad y tantas miserias que, como Machado, recordar no quiero. La emigración que hería y la televisión que mostraba la carta de ajuste. Tiempos.

La España de entonces guarda de antaño el olor a mar y a tierra. Y poco más. Sin embargo, el temor al regreso se apodera de los sesentones como quien les escribe. El alma se estremece cuando mis convecinos pierden su empleo o a la vista del auge de los comedores de auxilio social. El espíritu se rebela cada vez que visos dictatoriales corrompen la joven democracia que disfrutamos. Los demonios en el jardín me asaltan ante estas visiones, que no son producto de una pesadilla ni resultado de una abstracción depresiva ni consecuencia de una borrachera de "peseteros".

Me aterra volver en el túnel del tiempo a las delgadeces de los años cincuenta. No soporto que nuestros hijos pasen las calamidades que debimos atravesar sus padres y abuelos. Me resisto a ello. Como me resisto a alienarme, a cerrar los ojos, a conformarme, a callarme, a pasar de largo. Me resisto.

El futuro es trabajo de Dios, me decía un ser querido. Sin embargo, a Dios rogando y con el mazo dando. El presente recaba la cooperación de todos. Si la España de los cincuenta se resquebraja por efecto de la incuria psoecialista, la división entregará la victoria a los enemigos. El artículo 2 de nuestra Carta Magna dice: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las la nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Jamás tuvimos, en los dos últimos siglos de nuestra historia, una Constitución tan consensuada y, acaso gracia a ello, -o al revés-, tan ambigua y flexible. Cualquier reforma de esta Ley Suprema debe aspirar a esa cota de consenso, -dentro de la modernidad que los nuevos tiempos marcan- que permita a todos los españoles, sin excepción, sentirnos satisfechos de cuán importante es asumir la soberanía nacional. Pocas veces ha sido posible plasmar, de manera tan acertada, la idea de una España plural y diversa que, en esa riqueza, defiende su unidad.

La ruptura de España porque a Zapatero le salga del moño defender la peregrina idea de que la nación es un concepto discutido y discutible, comportaría males que nos despeñarían por la sima del ayer más infeliz. En este sentido, más vale una colora que cien amarillas. “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras Leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.

Cómo que quién dice eso. El artículo 155 de la Constitución del 78. ¿Seguro? Como que Zapatero desgobierna. Entonces, sin duda. Ahí estamos. España, España, España, es mucho más que un grito de aliento a la selección nacional de lo que sea. Es la defensa de un Estado que es nación y de una nación que es Estado. Desde hace siglos. El 12 de octubre es una simple efemérides. España es un sentimiento y una razón. España mira adelante. Otros, hacia atrás. Como la mujer de Lot, se convertirán en estatuas de sal...fuman.

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