viernes, 1 de julio de 2011

MONTÁNCHEZ, SENTIMENTALISMOS

Las despedidas infames están desnudas de sentimientos positivos. Las infames despedidas rebosan sentimentalismos. Se apela a los sentimientos entendidos como estados de un ánimo afligido por sucesos tristes o dolorosos. Duele a ZP más que dejar el poder, ser desposeído del mismo por sus propios compañeros de partido.

La retirada de Zapatero es un movimiento pendular. Me voy porque me obligan pero me quedo porque mi soberbia pesa más que la presión. Sigo y si me tengo que ir, ya me iré. En ese intervalo, quién sabe, lo mismo se hunde el planeta. En cuyo caso será el último presidente de la democracia. Imposible mayor leyenda para un menor dirigente.

La vida es más dura de lo que algunos pretenden mostrar. El rostro y el cuello del señor Rodríguez Zapatero revelan los surcos del insomnio, del cansancio, de la extralimitación física, del desborde psicológico. Resalto el sentimiento por su deterioro. Sin embargo, destaco que esa merma, ese estropicio, no hallan su fundamento en el amor a la patria, como algunos de sus supremos apologetas quieren hacernos ver. Eso es sentimentalismo vacío. La degeneración somática del primer ministro de España no tiene más base que su propia egolatría. El sentimentalismo es la ausencia de amor a los demás. El sentimentalista erige un monumento a su propia autoestima, destrozada por la realidad de su impotencia. Las emociones desencauzadas forman estuarios de miles de esteros abandonados.

Las palabras de José Antonio Alonso y de la diputada Oramas se conforman como la lavativa cardial que trata de atemperar el mal olor de la suciedad política de un gobernante imposible. A falta de éxitos tangibles, pedestal levantado a la inconsistencia personal. Ante la contemplación de una economía arrastrada, manifestación de huera elocuencia sobre el afecto filial. A los hundidos por una gestión administrativa deficiente, que no le vengan con salmos reconfortadores para con el gran desfacedor. De pobre Zapatero, por todos zaherido, nada. Pobres los ciudadanos que han sufrido la memez de un desgobierno irresponsable. Infelices los españoles que sufrimos la incuria de unos canallas que han hecho de su actividad pública un baño turco privado. Desgraciados los trabajadores que ven cómo su empleo pende del hilo de una decisión entre neroniana y caligulesca. Misérrimos los pensionistas que malician tiempos peores en su actual vejez. Cómo pobre Zapatero.

José Luis Sampedro escribió hace casi veinte años “la sonrisa etrusca”. En esta obra, el veterano autor oponía a los viejos rencores la ternura de los afectos inocentes. Zapatero nos vende un rictus de ingenuidad que esconde un alma saturada de terribles odios. Acaso porque se conoce a sí mismo, que diría el gran Montaigne, dispone de artillería bastante para bombardear a los ajenos. Para ser divinos hay que ser humanos. El presidente Zapatero implora un reconocimiento mirífico que no se compadece con la maldad de sus actos terrenos. Su mirada atrás, a los avernos de su abuelo es todo un relato de una insatisfacción permanente.

Podría aplicarse a ZP la expresión famosa del británico Shemill: “la tragedia de las buenas intenciones”. Aplicación matizable: el leonés pudo tener buenas intenciones. Hace años que se desprendió de ellas. Vive sin vivir en él y tan alta vida espera que al pueblo desespera. Debiera irse con su familia. Si ella ha de pagar los platos rotos del protagonista con pies de barro, a ellos corresponde el deber. A la ciudadanía, no. Bastantes calamidades hemos soportado a causa de tan triste personaje.

Sentimientos, sí. Sentimentalismos, no. Amen a sus amigos. Defiéndanse de sus enemigos. Zapatero pertenece al grupo de quienes nos declaran la guerra del mal estar. Mal estar.

Un saludo.

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