Un Niño que le llamaban "AMOTO"
Era un
niño especial, sí, especial porque los ángeles no tienen otro
remedio. Llegó al colegio con la etiqueta en su expediente, después de sonados
fracasos en otros centros y a todos les incomodó aceptar en la normalidad
rutinaria a alguien con exigencias diferentes. El alumnado en
general también quedó expectante y algunos padres incluso mostraron al director
su disconformidad, convencidos de que alguien así iba a entorpecer el “progresa
adecuadamente” que querían para sus hijos. Se trataba de un niño con un marcado
síndrome de Down y lo aceptaron como se aceptan las imposiciones que
no pueden rechazarse. Nadie podía imaginar que dos años después la muerte de
Litín, aquel niño especial y tan especial, pondría un crespón negro,
imborrable, en la vida y en el alma de todos.
Litín no se anduvo
con remilgos y desde el primer día hizo suyo el colegio, se integró en el
alumnado y captó la atención de todos los profesores, porque demostró, con la
fuerza de los hechos, que lo que de verdad era especial era su vitalidad, su
alegría contagiosa y su ilimitada capacidad para querer y ser querido. Se
distraía en clase, pero lo compensaba siendo el director del recreo y el
capitán del patio. Era un torbellino que recorría todas las aulas y cada rincón
del edificio, dejando a su paso una estela de simpatía hasta entonces
desconocida. Daba patadas al primer balón que se pusiera a su alcance,
interrumpía el juego a todos los demás, los mojaba con la manguera y
tenía una habilidad extraña para coger avispas por las alas y amenazar a todos
con su desbordante sonrisa: “que te pico, que te pico”.
Pero la pasión de
Litín eran las motos y sus compañeros le pusieron “el amoto” porque siempre iba
en una, imaginaria, girando, subiendo, bajando… Un palo le servía de manillar y
sobre él aceleraba y frenaba antes de causar un accidente múltiple, mientras se
reía con la alegría de un angelote bueno. Hacía miles de cabriolas, se metía
entre las piernas de los profesores y los ojillos se le encendían de ilusión
cuando, siguiéndole el juego, los demás se apresuraban o se ponían a salvo
subiéndose a las ventanas. ¡Roooomm, rooomm, roooomm! Y si corrían delante
lloraba de risa con su “¡que te apillo, que te apillo, que te apillo!”, aunque,
buen motorista, siempre frenaba a tiempo o hacía un giro circense en el momento
de la colisión, salvando los obstáculos, alejándose para buscar nuevas víctimas
en sus “atropellos” interminables…
Pues el viento
gratificante y ciertamente especial que iluminaba la vida del colegio, el “niño
amoto”, se rompió en un accidente que no pudo evitar. Un balón sobrepasó el
cerco metálico del patio y Litín inició una imposible cabriola acelerando a
fondo tras la pelota. Antes de que pudieran reaccionar para evitarlo, trepaba
por la verja, descolgándose por la parte exterior. Ante la mirada atónita de
todos, a su altura, apareció un camión negro, grande y hambriento, como salido
del averno y segó para siempre la hierbecilla fresca del niño motero. Cuando lo
recogieron todavía agarraba fuerte el palitroque y aceleraba con un apagado
“¡rooomm, roooomm¡” .
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